Datos personales

Mi foto
Natural d'Arocas de Mar, un lloc al sud de Maracaibo
Tipus d'aparença amable,tocat per la Tramuntana.

martes, 7 de diciembre de 2010

"Shanghai exprés"

Que mi padre era especial no lo dudé nunca. Adiviné, a muy temprana edad, que él era un ser tocado por la magia de la otredad..., ajeno, dispar, disímil. Mi padre no era un fabulador ni un cuentista, era la propia fábula… En aquellos años, su señor padre (mi abuelo) podía permanecer sin destocarse en presencia del Rey –un privilegio que tenían muy pocos-. Y en la pequeña aldea donde nació, perdida en la Sierra de Francia, siempre que algún vecino entablaba conversación con su progenitor lo hacía usando el trato de Miseñor; cortesía de favor que le distinguía con una instrucción superior por parte de la iglesia, a cambio de nobles prebendas. Así que una vez, Miseñor, siendo mi padre muy pequeño, se vio sorprendido con la llegada de un tren fabuloso procedente de Los Reales Sitios de Aranjuez. La noche del tren, la luna filtraba desde lo alto sus resplandores por entre los álamos, cerezos y olivos del territorio vertical, hasta excitar en lo más hondo las luminiscencias adormecidas de las choperas del río Francia. El fulgor vibrátil instalado en sus hojas alcanzó mayúsculas proporciones en ambas riberas y su mismísimo centro se partió en dos mitades exactas a causa de una trayectoria ferroviaria inusual que lo alcanzó de lleno. Mi padre, aquella noche, por primera vez en su vida, pudo ver un tren de cerca: iba envuelto en su propia nube de vapor, su locomotora le pareció en extremo nervuda y observó desgastados sus colores. Pudo tocarla, aquel cuerpo poderoso se le antojó latente y algo apurado –lo oyó resoplar con un deje asmático de trompetilla-; a parte de esa minucia, sus vagones de madera pulida lucían en los estribos farolillos de luz tintineante y en cada ventanilla opalina las sombras chinas contaban historias de lugares distantes. aquel fabuloso tren, en medio de la noche prodigiosa, transportó hasta la aldea ricos presentes para Miseñor: objetos de cobre repujado, sedas, lienzos, joyas, plata, oro... Los encargados de custodiar aquella fortuna fueron cuatro enanos amables y sonrientes, los únicos ocupantes de aquel tren noctámbulo; y en la aldea jamás se tuvo noticia de quien podía ser el benefactor de tanta riqueza. De mayor descubrí, para mi sorpresa, que todo cuanto me contó mi padre había ocurrido de veras: hubo una noche de apariencia mágica, hubo un tren fantástico en esa nocturnidad y todo aquello sucedió en medio de una nebulosa ahíta de luciérnagas ingrávidas a la vera del río Francia. Siempre me sentí orgulloso de los orígenes que me habían tocado en suerte, de ser parte integrante de la historia de mis antepasados que a mí, de alguna manera, me acompañó toda la vida y que, a falta de textos teatrales, mi padre adaptó para andar de bolos por la serranía. De mi padre heredé el oficio de actor, la fijación congénita por los trenes y alguna migaja de la fabulosa fortuna de Miseñor. Cuando empecé mi carrera en busca del éxito y la notoriedad, la vida del artista era dura, llena de despropósitos y sinsabores: había poco para comer, dormía en malas condiciones, en lugares infectos, fríos, carentes de lo indispensable; pero a pesar de todo, viajaba en tren exprés y anhelaba ocupar el papel del artista encumbrado. Ser actor era mi única obsesión y, en mis ensueños de juventud, me veía actuando sobre el escenario de un gran teatro, interpretando un texto rotundo frente a un público inteligente. Cuando sucedía semejante maravilla, aprovechaba la ocasión porque sabía que era mi momento. Lo primero que hacía era echar mano de mis capacidades y, centímetro a centímetro, recortaba la distancia que me separaba de mi público: me acercaba con la suavidad de la seda, el embrujo de la palabra y la emoción contenida hasta el límite abismal de la frase y, casi siempre, después del paso de ese vértigo, de súbito, estallaba el aplauso. La realidad, sin embargo, era bien distinta: recuerdo que en el transcurso de la primera gira, hubo un público burlón que en los pasajes más sublimes de la obra llegó al extremo de tirar cacahuetes a Don Juan y Doña Inés. ¡Telón! mandó bajar el director. ¡Telón! ordenó con rabia. “Hasta aquí podíamos llegar” exclamó fuera de sí. Y a continuación salió a encararse con el público. El buen hombre, rojo de ira, tan sólo pudo asomarse a la candileja; porque en aquel preciso instante, una lluvia atronadora de frutas y hortalizas irrumpió en la boca del escenario. La Guardia Civil tuvo que escoltarnos más allá de aquel pueblo, hasta la estación ferroviaria.
Estudiaba mis papeles montado de tapadillo en el tren fantasma de las criaturas de la noche, compartía asiento y conversación con personajes marginales que colmaban mi inspiración –con echar un vistazo a las jetas podía atisbar lo que daban de sí sus vidas cafres-. No obstante, en mis desplazamientos ferroviarios, aprovechaba para transportar un par de fardos de no sé qué, aunque yo sabía que su contenido era confuso e ilegal, pero era algo con lo que me sacaba una pasta. Así me ganaba parte del sustento; el resto salía de mis actuaciones en el Shanghai Exprés, situado en un suburbio extremo del barrio chino.

“Querida escoria..., basura en general... Sé de vuestros vicios, de vuestra inmundicia, y por eso estáis aquí, a la espera de encontrar en este antro la ración indispensable de insulto que os hace falta para poder tirar de la pesada carga que supone vuestra vida insípida y ridícula. Pero, por el momento no quiero hablar de vosotros, prefiero hacerlo en particular, prefiero hablar de ese señor de la tercera fila, tan divertido, que en algún lugar tendrá a su mujer, una mujer trabajadora y alegre como él, cuidando de unos hijos y de una casa tal vez feliz y, sin embargo, para la casa de esta historia pintan bastos; en otras palabras, que el Banco los ha dejado en la calle y ya no son tan felices como antes dije”.

En mi condición de aprendiz de actor estaba sentado en el retrete del Shanghai Exprés, experimentando el dominio de la voz. La modulaba en diferentes longitudes de onda para controlar la proyección, el registro de frecuencias y los mejores matices que pudiese alcanzar con una optimización exhaustiva de las cuerdas vocales, partiendo de ese espacio mínimo y poniendo a prueba las mejores técnicas aprendidas con el concurso de las facultades mentales y físicas. Es fácil imaginar como era ese ominoso lugar del tren exprés, de cuando las locomotoras andaban a vapor, que cobijaba en su interior la taza solitaria. Sin embargo, ¿qué sucedía cuando las paredes hablaban? ¿Cuando transmitían ideas, sentencias, reproches o mensajes desesperados? ¿Y el techo, en medio de un ataque de nervios, mandaba al desorientado usuario sugerencias, insultos, pautas de conducta y de comportamiento? ¿Qué sucedía cuando la puerta se enrollaba y desenrollaba en una danza del vientre enloquecida y los recortes de periódico dispuestos en el gancho de la esquina iniciaban un desfile con todas las figuras de la papiroflexia perfectamente amaestradas? ¿Qué sucedía cuando las paredes, puerta y techo estaban impregnadas de dibujos y escritos pornográficos de toda índole y especie? Sucedía que un aprendiz de actor no podía abstraerse frente a tanto griterío abismal sentado como estaba en la taza con los pantalones caídos sobre los zapatos. Sucedía que de inmediato pasaba al estudio y análisis de los comportamientos amparados en el anonimato. Lo anónimo, lo opaco siempre había propiciado un sinnúmero de magníficas ideas y, el WC del Shanghai Exprés en concreto, se había constituido por sí mismo en el centro de comunicados desesperados más importante de toda la línea ferroviaria, el único lugar donde se podía descifrar, sin ser visto, la mayor proliferación y más variada producción de literatura de retrete, el nudo gordiano donde confluían todas las paranoias, tabúes, miedos, penas y alguna alegría contenida... El sitio donde el sujeto en cuestión aligeraba incluso el intestino después de una pateada demoledora y donde a duras penas recomponía su ánimo maltrecho de aprendiz de actor al borde de la desesperación. Justo en medio de aquel habitáculo mínimo del Shanghai Exprés, pintarrajeado hasta la saciedad de sexos amenazantes, se prometió a sí mismo que no cejaría hasta conseguir el éxito.
*
El club, por llamarlo de alguna manera, se encontraba ubicado en el interior angosto de un antiguo tren exprés en desuso, que apestaba a humanidad, a cerveza fermentada y a mucho peligro. La parroquia del Shanghai era un público canalla, adicto al suicidio, al insulto procaz y a las emociones perversas. Los artistas que pisaban su escenario en su mayoría eran un atajo de fracasados muertos de hambre y, como tales, sólo aguantaban dos o tres noches. Debido a la inestabilidad laboral y para poder seguir con mi empleo, tuve que ampliar mi repertorio dando cabida a otras voces, a otros registros interpretativos, y por esta urgencia me vi en la necesidad de inventar a una personalidad turbia, de corte bipolar, entre quimérica e inmaterial. 

La construcción de mi personaje me ocupó mucho tiempo: lo quería distinto a mí. Era como dibujar y borrar, obviar lo que no funcionaba, lo que nunca quise ser fue desechado y finalmente, cuando determiné que todo cumplía con la idea preestablecida y que mi invento estaba concluido en su totalidad, de manera impúdica, su naturaleza ambivalente, se abalanzó sobre mí y a cambio de ofrecerme el triunfo y la gloria del artista, me hizo suyo. 

Entregado en la lucha de sexos, vi como nacía el rosicler en su mirada de cristal, como su boca de fuego avanzaba en busca de mi yugular para chuparme la vida y su furioso sexo se acoplaba contra el mío en un alarde de contorsión. Vi sus afiladas uñas trazando surcos ensangrentados en mi espalda, justo en el instante que la descarga galáctica agitaba toda su extraña naturaleza cambiante en muñeca de cera reblandecida. Lo vi desenroscarse de mi maltrecha e inútil anatomía, vencida, rendida a los pies de aquella cosa de extraña presencia, mitad mujer mitad demonio, que andaba envuelta en fuego y tiniebla. Vi alejarse de mi cuerpo dislocado a su perturbadora sombra y desaparecer tras la bruma azul de antes del amanecer, la oscura silueta del gran embaucador.

*
Como todas las noches el público del Shanghai Exprés se mostraba bronco contra quien pisaba el escenario, sin embargo, mi personaje apareció meditabundo, ignorando por completo al respetable (que por cierto se había quedado mudo), se sentó a horcajadas en la silla dispuesta en mitad del escenario y los miró con absoluto desprecio. Después, sin ninguna prisa, saludó a su manera: “hola, escoria” y empezó la actuación.

“Querida escoria..., basura en general... Dejad de azuzar al bicho de la tercera fila, permitid que se aleje reptando. Olvidad al tipo porque todos tenéis vuestro lado oscuro en donde guardáis las perversiones, las ignominias más viles y escabrosas. Por todo ello estoy aquí, para aliviar en lo posible ese lado vuestro tan obstinadamente diabólico e infame. He venido para ser vuestro yugo penitente, vuestro pedernal canalla. Me constituyo en altavoz de los instintos del bajo vientre, de ese lugar recóndito donde tenéis instalado el centro productor de testosterona, la pulsión que cabalga el instinto y limita la inteligencia. No tendré piedad, ni misericordia; pienso azotar vuestra conciencia con el látigo de siete colas, soliviantar la carne con el silicio de las monjas y los curas pederastas y, finalmente, si aún queréis más leña, si no habéis alcanzado el punto de flagelación suficiente, no me dejaréis otra opción que la de inundar el Shanghai Exprés con el vómito de la sociedad malhumorada que nos rodea por todas partes”.

Su presentación en el Shanghai naufragó en medio de una colosal pateada, cargada de insultos, silbidos y fueras desmesurados. No tuvo otra solución que la de esfumarse de aquel escenario y, en su atropellada huida por entre decorados, sin atinar en ello, atravesó mi presencia invisible e inmortal de parte a parte.

De que soy un espectro teatral no tengo duda alguna. Mi vida de entera dedicación a las tablas avala cuanto digo: mi espíritu omnisciente transita por los escenarios y sabe de antemano dónde hay talento y dónde no lo habrá jamás. Mi ser inmaterial tiene gran predilección por los trenes antiguos de gran pompa y sus fondos de escenario; en esos espacios indeterminados es donde habita mi presencia, justo en la frontera donde los actores hacen su particular y consabido mutis por el foro, a veces acompañados del aplauso y otras de un silencio espeso. Desde las sombras de esos lugares espío el esfuerzo diario de actores y actrices que estén por la labor de aprender. De entre todos, escojo a uno para convertirlo en mi protegido; el seleccionado ha de tener una sensibilidad innata y la suficiente hambre de querer saberlo todo. Alguien capaz de jugarse el tipo y el futuro a una sola carta, con el suficiente empeño y un punto de desesperación. La desesperación, el desarraigo, lo canallesco, son aspectos apreciados en la construcción de un actor, conforman las diferentes capas que alimentan al sujeto teatral. Su personalidad poliédrica flexibilizará la interpretación, haciendo realidad lo ficticio a base de imprimir naturalidad al discurso.

“Querida escoria..., basura en general... Sin movernos de los límites de donde estamos, podemos ver que las tinieblas existen igual que las criaturas que las habitan. Para encontrar El Corazón de las Tinieblas no es necesario que naveguemos el Río Congo con el vapor de hojalata de Conrad, ni que busquemos a Kurtz, el oficial de la Compañía de Navegación. Con dar un vistazo a nuestro alrededor, descubriremos otros mundos, otras criaturas. La selva, lo salvaje, y todas las alimañas que pueblan las tinieblas urbanas se encuentra a nuestro alrededor. La realidad es así. Si hablamos de la ficción, es otra historia. El mundo de lo ficticio emerge de una realidad absoluta e incontestable y aunque en ocasiones la vida pueda parecer su espejismo, lo inquietante no es la imagen que devuelve el espejo, el verdadero peligro viene de las tinieblas remotas y del pasado antiguo; viene del rito, el hechizo, la magia..., viene de la capacidad inconmensurable del conocimiento; vive solapado, enmascarado en la casa y en este tren y ha venido para quedarse. Querida escoria..., basura en general... El gran embaucador, con suma habilidad, transita peligrosamente por el filo imperceptible del sí y del no, patrulla indiferente el confuso horizonte del bien y del mal, de lo real y lo ficticio, de la verdad y la mentira, del vivir y del morir... El gran embaucador vigila atentamente que, al nacer, muramos cada día un poco más. Él, precisamente, es el encargado en caso de imperiosa necesidad de la víctima, de negociar los pormenores en que estará basado el malicioso trapicheo de vender la vida a cambio de triunfo”.

Querido público... Señoras y señores... Uno hizo exactamente eso: en un callejón sombrío y de mucho peligro vendió el único capital que tenía para poder alcanzar el éxito, se cambió por lo que más anhelaba en este mundo y porque no podía seguir con su vida gris, carente de admiración y del respeto dispensado al artista... No le bastaba con el aplauso canalla del Shanghai Exprés. ramon freixenet estol 2009, 2on premi de conte "Rei en Jaume" El Puig (Valencia) 

3 comentarios:

  1. Me gusta este cuento,escrito de una forma,en la que me hace recordar que el tren de una vida, puede ser la de uno mismo,exquisito en su lenguaje.Me gustaría que rosicler, publicara más.
    Mi enhora-buena a su autor.

    ResponderEliminar
  2. Hola Ramon, el conte es sugerent, m'agrada el co-relat del tren com a metàfora d'allò que en un moment va ser màgic i ara és sòrdid.
    Una abraçada

    ResponderEliminar
  3. Inma:tu por aquí..? Celebro los elogios y prometo escribir más. Besos.

    Matilde:hola amiga,t'agraeixo els comentaris de col·lega. Una abraçada.

    ResponderEliminar